lunes, 26 de noviembre de 2012
De cómo inventar lo clásico
ALFREDO HERMENEGILDO.- Año 1981. Se convoca en Madrid
un congreso sobre el teatro de Calderón de la Barca. El Secretario General era
mi amigo y colega Luciano García Lorenzo. Fue él quien me encargó que
“presidiera” una sesión dedicada al teatro menor calderoniano. Un encuentro inolvidable.
Entre otros oradores, intervinieron dos jóvenes profesores de la Universidad de
Valencia: Evangelina Rodríguez Cuadros y Antonio Tordera. Me impresionó la
autoridad, la galanura y la eficacia comunicativa que tenían los dos
colegas. Disertaron sobre Intención y
morfología en Calderón de la Barca. No lo olvidaré nunca. Yo vi aquella
intervención como una promesa. Promesa que se ha cumplido con creces. Luego nos
ha unido una entrañable amistad. Y cada uno ha seguido su camino por las difíciles
veredas universitarias.
Todo esto para anunciar que, ahora, la doctora
Evangelina Rodríguez nos ofrece una obra
madura, resultado de su largo recorrido por las aulas universitarias, por
los archivos y bibliotecas, por la difícil y ardua investigación. El volumen,
recientemente aparecido, El libro vivo
que es el teatro que anunciamos al frente de estas líneas, quiere ser una
especie de gran puerta que invita a la reflexión y a la búsqueda inevitable y
necesaria de nuevas vías para conocer mejor o, simplemente, para conocer cómo
funcionó la experiencia teatral en los tablados del siglo XVII y, más tarde, en
las escenas que le han ido sucediendo a través del tiempo.
A partir de ahí, me gustaría, Ricardo, que abriéramos
nuestro diálogo, tan fructífero en otros momentos, diálogo cuya fórmula nos
servirá de plantilla para hacer una reseña a dúo sobre ese libro vivo que habla de algo tan vivo como es el teatro.
RICARDO SERRANO.- Para entrar en el libro de
Evangelina, yo voy a retroceder algo más en el tiempo, hasta aquel sábado lluvioso de
principios de mayo de 1946 en que volvió Ortega a hablar en el Ateneo de Madrid
–y era un Ortega cansado el que volvía, después de tantos años de rodar por
ahí– con una conferencia que seguramente quiso anodina y que no lo fue tanto.
Trataba de teatro, de qué es el teatro y llegaba a ese Madrid cultural, diezmado
y doctrinario, sólo unos pocos años antes del estreno de Historia de una escalera.
Ocurrió lo propio: el esperable artículo patriótico en
Arriba y el silencio, sobre todo el
silencio, primero porque era Ortega y
segundo porque se trataba de teatro. La dictadura nunca toleró a ninguno de
los dos.
Aquella reflexión de Ortega quedó perdida entre
miedos y desidias. La llama que la alimentaba tardó tiempo en volver a prender
en una España donde era difícil hacer teatro, el clásico más que ninguno,
puesto que era una reliquia que estaba en los libros de texto de literatura del
bachillerato, pero poco y mal donde tenía que estar: en los teatros. Y allí
terminaría convirtiéndose en una bomba, con el tiempo, a pesar de todos los
pesares, o sea, los lastres del teatro clásico en aquella España que nos
describe con clarividencia el libro de Evangelina.
Pero hay una segunda parte –anterior, como hacen
algunos novelistas– y Evangelina nos mete de sopetón en ella llevándonos al
estudio del pintor Esquivel, donde está reunida la inteligencia romántica. Aquí Hartzenbusch, aquí Martínez de la
Rosa. ¿Qué están haciendo?, nos preguntamos. Están inventando el teatro clásico español, nos explica Evangelina.
ALFREDO HERMENEGILDO.- La consistente introducción
del volumen, inscrita bajo la divisa Ut pictura theatrum, presenta una
serie de cinco capítulos que entran de lleno en el problema que plantea el
teatro como vida, frente al texto dramático como monumento inmóvil explotado de
diversas maneras por la crítica posterior. Yo diría que el teatro o es representación o no es. Y cada representación, en
cada época en la que se realiza sobre las tablas, es una y única. Las que
siguen, son la expresión de otro momento vivido, de manera irrepetible, por
otros actores y por otro público. Llegaría a decir, incluso, que en la misma representación
hay muchos públicos definidos por su localización en el recinto público, por su
condición social, etc... El problema es extremadamente complejo, pero hay que
proceder por la vía de la reducción para fijar un corpus analizable.
Ricardo, me gustaría que comentaras la inserción, al
principio del volumen, del cuadro de Esquivel, cuadro en el que se apoya
Evangelina Rodríguez para ilustrar el principio de su reflexión sobre Ut pictura theatrum. El teatro como
pintura o espejo de la vida humana fue, tal vez, lo que los públicos del Siglo
de Oro interpretaron para terminar dejándose llevar por la pasión de las
tablas. La lectura que hace la autora de los personajes presentes en el cuadro
de Esquivel me parece un acierto lleno de agudas observaciones y de sugerencias
para entrar en lo hondo del problema del teatro como vida.
Hay algo sobre lo que me gustaría discutir en torno a
esta larga introducción. Y es lo que la autora del libro identifica en la
gestión del teatro clásico como una vía marcada por el síndrome de afinidad “identitaria”. Yo me pregunto si esa
afinidad “identitaria” es una y única. Yo creo que no. Cada época busca la
suya, con sus aciertos y sus fracasos. Quizás hemos vivido en nuestra juventud
un momento de exaltación de esa identidad enloquecida por los “mitos eternos”.
Y quizás en otros momentos de nuestra historia, de la historia, sin el
“nuestra”, han surgido tentaciones de apropiarse los textos clásicos en
beneficio de una cierta manera de ver el mundo. El teatro áureo no puede ser
sólo arqueología. Los textos, la literatura dramática, sí lo son tal vez. Pero
el teatro áureo, que no fue arqueología, sino vida creadora, cuando se
representó en el XVII, debe surgir como sabia energía en la recreación que las
sucesivas representaciones van haciendo de aquellos temas, de aquellos
enfrentamientos humanos, de aquellas pasiones tan “actuales” como las que
pueden vivirse hoy. El teatro áureo fue vanguardia y así debe hacerse hoy
cuando se actualiza un texto dramático y se hace con el teatro en las tablas de
la escena de este tiempo histórico. Y de todos los tiempos.
RICARDO SERRANO.- Ese cuadro de Esquivel, Los poetas contemporáneos. Una lectura de
Zorrilla en el estudio del pintor (1846, Museo del Prado), es la foto que
reúne a un grupo ya declinante en un acto simbólico que, leído a través del
libro de Evangelina, cobra para nosotros casi el mismo carácter de aquella foto
del Ateneo de Sevilla de 1927: la (falsa) reunión en el estudio de Esquivel
podría tomarse también como un acto fundacional,
el del teatro clásico español.
Entendámonos, ese teatro existía –había existido, más
propiamente–, pero estaba dejado de la mano de Dios, y los románticos lo
recuperaron del olvido, lo cuidaron, lo editaron y lo convirtieron en nuestro
teatro clásico. Nos inventaron una identidad con algo que no tenía nada de tal.
Y la cosa funcionó bastante bien pero, cargadas las tintas en lo identitario, la exportación del producto quedó truncada,
con lo que un corpus que había transitado por Europa en el momento de su
producción (recuérdese el fenómeno Lope o el de La verdad sospechosa) dejó de hacerlo cuando se convirtió en clásico-castizo.
Los románticos salvaron el teatro barroco pero, al
mismo tiempo, lo encasillaron: lo convirtieron en arqueología. Su modernidad fue
una invención del pasado.
De rechazo, este fenómeno produce dos nuevas carencias, que nos afectan
todavía hoy y que El libro vivo que es el
teatro ilustra abundantemente: 1) la moderna teoría sobre el teatro se ha
elaborado fuera de nuestras fronteras culturales y sin contar (o contando
apenas) con el corpus teatral español de los Siglos de Oro; 2) el teatro
clásico español queda reducido así a puro texto emblemático, paradigmático,
convertido en norma.
ALFREDO HERMENEGILDO.- Evangelina niega, con razón,
la existencia de una homogeneidad única y nacional. Y añade que el deber de los
que vuelven a abrir el texto al público de cada tiempo, es el de “deconstruir”
“aquella homogeneidad única”. El teatro, cuando es teatro y no texto fijado en
los manuscritos o en las ediciones del XVII, es vida. Por lo tanto, es vida
actual, de cada uno de los tiempos en que la obra sube al tablado.
Pero quisiera romper una lanza en contra del uso de
verbo “deconstruir” y a favor de la forma “desconstruir”.
La primera, creada por Derrida y aceptada por la RAE (“deshacer
analíticamente los elementos que constituyen una estructura conceptual”, deja
de lado una tradición presente en un texto dramático de principios del siglo
XVI. Ya he aludido a ello en otro momento. En la Égloga interlocutoria (obra escrita hacia 1509) de Diego de Ávila,
se usa el término “descostruillas” en un sentido que coincide con el que se
atribuye a “deconstruir”. El pastor Tenorio, persiguiendo al lobo, se ha
tropezado, ha caído y se ha quedado medio adormecido tras el golpe recibido.
Cuando le despiertan, otro personaje le recuerda que, mientras estaba dormido,
“cosas decías que un escribano / no supiera descostruillas”, es decir, no
sabría interpretarlas y analizar los elementos contenidos en el discurso del
pastor amodorrado. No sería malo recuperar el término usado por aquel escritor
de principios del siglo XVI, término que usó en un sentido casi idéntico al que
maneja el filósofo francés y que recoge el diccionario de la Real Academia.
Ahí queda dicho.
Y ya que andamos
proponiendo rectificaciones que tal vez puedan ser útiles, añado ahora otra que
me parece más importante. Me refiero a la lexía [sinecdótico]. Cita Rodríguez
Cuadros un pasaje de El divino Jasón
calderoniano, donde “Salen Hércules y Teseo, que son San Pedro y San Andrés,
con una aspa y una llave grande Pedro”. Los dos semas confirman que los
personajes de la mitología griega son un doble alegórico de los dos apóstoles.
Es decir, que Calderón apura el mecanismo “sinecdótico” hasta llevarlo al
terreno del mensaje evangélico. La lexía [sinecdótico] que utiliza Rodríguez
Cuadros, en mi opinión, debe modificarse. La autora, impulsada, posiblemente,
por el “anecdótico” derivado de “anécdota”, ha fijado el “sinecdótico” derivado
de “sinécdoque”. El adjetivo debe ser “sinecdóquico”. El Diccionario de la Real
Academia no recoge ni “sinecdótico” ni “sinecdóquico”. Creo que la rectificacón
se impone.
RICARDO SERRANO.- Ese concepto de
deconstrucción/desconstrucción es recurrente y clave en el volumen que nos ocupa: Evangelina no suelta
presa y desmonta sin cesar el concepto de “lo clásico”.
Deja claro, para empezar, que lo clásico no es ningún
acervo de valores eternos (el mercado cultural actual prefiere “valores
seguros” y, sobre todo bestsellers),
primero porque esos valores no existen y, además, porque lo instantáneo del
teatro viene a añadir una perspectiva, una distancia de extrañeza que forma
parte del juego de la trasmisión del pasado.
Así se desgrana un conjunto de dicotomías –¿imagen o
palabra? ¿arqueología o invención?– que se resuelven necesariamente por la
tangente: ambos elementos a la vez. Para ello Evangelina nos brinda una nueva
metáfora, de nuevo la pintura. Esta vez, la del valenciano Equipo Crónica (Manolo Valdés, Rafael Solbes, Juan Antonio Toledo),
que en los años de la transición repintaron unos clásicos postmodernos.
¿Qué hace el Equipo Crónica? Añadir una distancia brechtiana: una de las
condiciones para tratar a los clásicos sin que se nos mueran en la mano. La
otra condición es saber, en lo que nos toca, cómo se hacía el teatro en el
XVII, y en ese terreno se ha avanzado bastante, gracias a los investigadores
que a ello han dedicado sus esfuerzos, incluida la misma Evangelina.
ALFREDO HERMENEGILDO.- Centrado en la “comedia nueva”, el corpus estudiado por El
libro vivo que es el teatro deja al margen una buena parte de lo que se
llama normalmente “teatro del Siglo de Oro”. Me refiero a toda la producción
aparecida durante el siglo XVI, durante el Quinientos
español, y que ha sido mi objeto de estudio a lo largo de muchos años. En
el siglo XVI hay unos textos y hubo y ha seguido habiendo una representación,
una teatralización de los mismos. Es cierto que su area de influencia, su
difusión y transformación en vehículo de una ideología marcada por esos rasgos
“nacionales” a que hace alusión directa Rodríguez Cuadros, no tiene las
dimensiones del teatro del XVII. Es más, teniendo en cuenta los múltiples
públicos, cerrados/cautivos y abiertos a los que se dirigió en su versión
primordial, el teatro del Quinientos tiene una dimensión diferente. Y no es de
extrañar que, aun habiendo aportado a la historia del teatro español múltiples
elementos estructurantes (el bobo, la españolización de la commedia dell’arte, la politización de una manera de ver el mundo
que poco o nada tenía que ver con el discurso oficial, la crítica feroz al
sistema político tiránico, la reflexión sobre la tradición teatral
greco-romana, el teatro como vehículo de enseñanza en colegios y universidades,
etc... etc...), sin embargo, no llegó a formular en sus textos –todo lo contrario–
un discurso magnificador de las “esencias patrias”. El aspecto relativo a la
representación es distinto, como señala Rodríguez Cuadros. Pero pensemos
simplemente en los textos de Juan de la Cueva, Cristóbal de Virués, Lupercio
Leonardo de Argensola, para concluir que están muy lejos del discurso que, en
términos generales, triunfó a partir de la “comedia nueva”. Y me pregunto: ¿por
qué no se ha representado ese teatro? En mis trabajos he intentado dar alguna
respuesta, pero hace falta que surja un estudio de la envergadura del que nos
ocupa, también referido a toda la experiencia textual, teatral, escénica,
representacional… de lo que se puso en escena durante el siglo XVI y que se ha
llevado poco o nada a las tablas en los siglos posteriores. Ver hoy algún
intento como el de Ana Zamora –teatro de Lucas Fernández–, el de las Cortes de la Muerte que contemplé hace
años, ciertos ejercicios realizados con la Medora
de Rueda, no hace más que obligarnos a echar de menos en las tablas actuales
esa presencia mayor de una parte del teatro español del Siglo de Oro.
RICARDO SERRANO.- El teatro del XVI es todavía
asignatura pendiente (el del XVII también, entendámonos), pero ya Los Goliardos, en los mismos años del Equipo Crónica, comenzaron a paliar la
carencia con muy buen pie. El grupo segoviano Nao d’amores, dirigido por Ana Zamora está haciendo ahora un
trabajo realmente extraordinario, y puedo testificar de ello, no sólo por el
reciente Lucas Fernández del teatro Pavón sino por el espectáculo realmente
sobrecogedor (El misterio del Cristo de
los gascones) que he podido verles en una preciosa iglesia románica de
Segovia. El grupo ha organizado este septiembre un segundo curso de teatro
prebarroco, pero, no te creas, ha sido un curso de teatro, no de textos
teatrales. Esos experimentos –porque lo son en el pleno sentido de la palabra–
van a contribuir a cambiar nuestro concepto de lo clásico, al que el desmontaje
de Evangelina da ahora un nuevo empujón. “Sigamos” es el mensaje.
ALFREDO HERMENEGILDO.- Para estos
comentarios surgidos tras la lectura atenta de este espléndido trabajo de
Evangelina quiero hacer alusión a un artículo breve que publiqué hace años y
que llevaba por título Capricho español:
¿Dónde están los “innumerables
dramaturgos”?. Me refería al Dictionnaire
de théâtre de Patrice Pavis donde se alude a los “innumerables
dramaturgos”, entre los que no figuran, o casi no figuran, los autores
dramáticos españoles. El caso de Patrice Pavis no es único, pero es
significativo. El diccionario aludido
fija la aparición de la estética del teatro
en el teatro en los principios del siglo XVI. Y cita «… parmi les
innombrables dramaturges [a] Shakespeare, T. Kyd, Rotrou, Corneille, Marivaux,
Pirandello, Brecht, Genet». Entre los innumerables
dramaturgos deben de estar quizás, convenientemente ocultos y reducidos
al silencio, cual si fueran los malditos del Don Juan Tenorio zorrillesco, Juan del Encina, Lucas
Fernández, Torres Naharro, Diego de Ávila (muy en principios del siglo XVI),
Cervantes, Lope de Rueda, Lope de Vega, Tirso de Molina, Calderón de la Barca y
tantos otros que casi siempre quedan olvidados. Y el olvido, o la ignorancia,
no es una condición eximente de culpa. Y hoy me pregunto, a la
luz generosa del libro de Evangelina Rodríguez, de quién es la culpa. ¿Es que
el teatro del XVII –sus textos– se ha recuperado en beneficio de una visión
excesivamente reductora de la vida nacional?
En todo caso, sí puedo afirmar claramente –lo decía en el trabajo aludido
líneas arriba– que la teoría sobre el teatro surgida en los últimos decenios se
ha hecho sin tener en cuenta –o casi sin tener en cuenta– la presencia
gigantesca del teatro español del Siglo de Oro.
La pregunta ahora es
cómo salir de este círculo aparentemente cerrado. Creo que el camino marcado
por El libro vivo que es el teatro es
una senda magnífica por la que habrá que circular, se quiera o no se quiera. Y
espero que el teatro del siglo XVI sea integrado también, con sus luces y
sombras, en el conjunto de innumerables dramaturgos
que reclaman su presencia a la hora de trazar las líneas maestras, los rasgos
diferenciales, las notas necesarias para mejorar el rendimiento y la eficacia
de la teoría general del teatro.